II
Supe por tu postura que eras tú. Esa forma de andar, como si
el mundo estuviese preparado para clavarte una daga tan fina que era
imperceptible para los demás y tuvieses que estar alerta para que no lo
consiguiese, te delataba. Nunca había sido capaz de verte tan de cerca, tan definido.
Y eras mejor que cualquier cosa que hubiese podido imaginar. Tus ojos eran
mucho más intensos y lo que antes había sido solo miedo y tristeza ahora iba
acompañado de una furia sin dueño, como si todo el universo te hubiese herido.
Y quise más que nunca hacerte cerrar aquellos ojos y borrar un poco aquel
dolor. Te acercaste a mí con paso decidido y te quitaste la capucha. Los
mechones de tu pelo, que no llevaban ni una pizca de leche, cayeron alrededor
de tu frente. Pediste un café con una sonrisa débil. Lo acompañaste con más
bollos, bizcochos y tartaletas de las que me podría comer en un mes. Pero te lo serví todo y te ayude a llevarlo a
tu mesa. No me importo que te negases. Sin embargo, mi cuerpo no iba en
concordancia con mis emociones y bostezó, porque aquel día había trabajado
turno doble y apenas podía sostenerme en pie. Y entre bostezo y tañido de
campana informando de la salida del penúltimo cliente del día me miraste y me
ordenaste que me sentase contigo. O tenía cara de ir a desfallecerme de
cansancio, o te preocupaba mi pequeño bostecillo.
Hablamos y me abastecí de información, sedienta de ella como
si hubiese vivido en el desierto toda mi vida. Te ayudé con lo que habías
pedido ya que no había cenado. Y aunque estaba en un oasis de palabras, me
estaba muriendo de sed. Y a pesar de que me ofreciste varias veces de tu café
solo, a mí lo único que me gustaba sin acompañamiento era tu pelo oscuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario